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Si Fermín Romero de Torres encarna al espectador apasionado por las fantasías que Hollywood ofrecía a través de un planificado sistema de atractivas estrellas sobre las pantallas, su antagonista, el inspector Fumero, como reverso de la moneda, se sentirá traicionado por ese universo idílico que no hará más que alimentar su ya retorcida naturaleza.

La sombra del viento-Libro-Cine en la mente-Foto Atmosferacine

El malvado Fumero y las mentiras fílmicas mal digeridas

El suyo había sido un amor puro, de verdad, pensaba Fumero, como los que se veían en el cine. Fumero era muy aficionado al cine y acudía al menos dos veces por semana. Había sido en una sala de cine donde Fumero había comprendido que … había sido el amor de su vida. El resto, especialmente su madre, habían sido sólo putas.” (pág. 462)

Para no desvelar demasiado, en esta cita se ha ocultado cierto nombre esencial en el puzle del relato, si bien queda clara la nueva instrumentalización de Carlos Ruiz Zafón del cine para apuntalar la personalidad de un personaje clave, en este caso del violento e inclemente inspector de policía Fumero, en cuyo mundo extremo en blanco y negro no caben representaciones humanas intermedias. De ahí que su gusto por el melodrama, que floreció especialmente en el Hollywood de la pasada década de los años 50, alimentase su idea de una amada ideal, idealizada, frente a todas las demás mujeres como prototipos de sirenas perdición de los hombres. Y aunque en aquellos años el cine jugaba como especial vehículo de evasión tras un período de guerras, también para algunos sus escenificaciones adquirían tintes de espejos donde identificarse con un mayor sentido de pertenencia. La mentira del cine podía sentirse como verdad real nutriendo los impulsos e instintos más nobles, pero también los más perniciosos y nocivos.

Mansiones oscuras y pioneros tras las cámaras: los hermanos Lumière, Thomas Edison y Fructuós Gelabert

El autor de “La sombra del viento” revelará nuevamente su amor por el séptimo arte vinculando sus inicios históricos con una de las diversas subtramas desarrolladas:

El indiano Jausá para su propósito de contactar con el espíritu de la difunta Marisela, convencido de que permanece en la mansión que compartían, convoca «a un inventor y pionero en la curiosidad tecnológica del momento, el cinematógrafo. Su nombre era Fructuòs Gelabert y había accedido a las demandas de Jausá a cambio de fondos para construir unos estudios cinematográficos en el Vallés, seguro que durante el siglo XX las imágenes animadas iban a sustituir a la religión organizada«. (pág. 281)

Este párrafo se inserta en uno de los numerosos flashbacks de la novela, que nos permitirá conocer la historia de los primeros propietarios del espectral palacete Aldaya, cuyo nombre real es «El ángel de bruma», construido en 1899 y testigo de una tragedia familiar en 1900. Permite también introducir la figura real del que está considerado el padre de la cinematografía catalana: Fructuós Gelabert (1874-1955), al que se atribuye el primer filme español con argumento, «Riña en un café» (1897). Sus conocimientos de fotografía y mecánica y su interés por el reciente cinematógrafo le llevaron a que construyese su primera cámara y se iniciase como operador y director. Como los Lumière en Francia, promovió estudios de filmación que facilitasen el rodaje en interiores; en origen, naves altas con amplias cristaleras para aprovechar todo lo posible la luz natural. Su dedicación durante treinta años a la dirección y producción cinematográfica demostró su carácter visionario apostando por el nuevo arte iniciado a finales del siglo XIX.

«El indiano ya había tenido ocasión de ver algunos resultados de la invención del cinematógrafo en Nueva York, y compartía la opinión de la difunta Marisela de que la cámara succionaba almas, la del sujeto filmado y la del espectador. Siguiendo esta línea de razonamiento, había encargado a Fructuós Gelabert que rodase metros y metros de película en los corredores de «El ángel de bruma» en busca de signos y visiones de otro mundo.» (pág. 282)

Las casas malditas o plagadas de oscuros secretos merced a infaustos hechos constituyen casi un subgénero cinematográfico. Su localización en colinas o paisajes elevados desde los que subrayar su poderío también resulta un clásico. «El ángel de bruma», posteriormente rebautizada «Villa Penélope» por la familia Aldaya, se ubica en la avenida del Tibidabo nº 32 de Barcelona, con inspiración en la real Torre Macaya (palacete neomodernista que precisamente este otoño está previsto se reabra como hotel de lujo). En la fragua de su leyenda negra encaja como un guante la superstición del indiano Salvador Jausá de la cámara cinematográfica como fagocitadora de almas, como antaño hubo quien lo pensó de la cámara fotográfica. Ambas capaces de otorgar una suerte de inmortalidad espiritual, como se ejemplifica en la fantástica novela «La invención de Morel» (inspiradora de esa joya del cine titulada «El año pasado en Marienbad«, con otra mansión que es casi un personaje más). Ese intento desesperado de Jausá de recuperación de seres desaparecidos (como las fantasmagorías que precedieron al cine, encuadradas a veces en sesiones de espiritismo) cabrá ligarlo, en un reverso de la moneda, con la pretensión del avieso Laín Coubert, en cuya concienzuda destrucción de los libros de  Julián Carax subyace enterrar a este definitivamente en el olvido.

«Todo cambió cuando Gelabert anunció que había recibido un nuevo tipo de material sensible de la factoría de Thomas Edison en Menlo Park, Nueva Yersey, que permitía filmar escenas en condiciones precarias de luz inauditas hasta el momento.» (pág. 282)

Con certera economía expositiva, Ruiz Zafón alude al empresario estadounidense Thomas Edison, uno de los mayores patentadores de inventos (muchos, ajenos) impulsores del progreso, y al que también le debemos sus aportaciones como pionero del cine, y lo une al inquieto carácter como investigador y técnico del catalán Fructuós Gelabert, que en sus últimas décadas se concentró en buscar innovaciones, como su aproximación al cine en relieve.

«Cuál fue su sorpresa cuando, cientos de kilómetros más tarde, descubrió que había olvidado a las hermanas, el vaivén del tren y el paisaje que se deslizaba como un mal sueño de los hermanos Lumière tras las ventanas del tren.» (pág. 36)

En la narración de Clará Barceló a Daniel de cómo conoció la escritura de Julián Carax se incluye la de cómo su profesor Monsieur Roquefort se sintió fascinado por «La casa roja», la primera novela de Carax, mientras la leía en un atestado tren con destino a Lyon, abstrayéndose de todo lo que le rodeaba, usando a tal respecto un curioso guiño histórico al cine. «La llegada de un tren a la estación de La Ciotat«, proyectada por primera vez en enero de 1896, es uno de los títulos más emblemáticos de los franceses hermanos Lumière, responsables de los primeros hitos del cinematógrafo y de su origen como nuevo espectáculo. El citado corto introduce de lleno la idea de la acción a través de un rápido movimiento hacia la cámara, al igual que un libro supone un viaje hacia el interior del mundo en movimiento que representa entre sus páginas.

Dos emblemáticas salas de cine barcelonesas

Entre las numerosas salas con las que contaba la ciudad condal en los años en que discurre la trama, dos cuentan con mención expresa: las céntricas Fémina y Capitol.

“Luego subíamos andando hasta el cine Fémina en la esquina de Diputación y paseo de Gracia. Uno de los acomodadores era amigo de mi padre y nos dejaba colarnos por la salida de incendios de platea a medio No-Do, siempre en el momento en que el Generalísimo cortaba la cinta inaugural de algún nuevo pantano, lo cual a Fermín Romero de Torres le atacaba los nervios.” (pág. 109)

El cine Fémina abrió sus puertas el 16 marzo de 1929 en Paseo de Gracia 23 y se mantuvo en pie hasta que un nefasto 7 de abril lo arrasó un devastador (y sospechoso, dada cierta disputa legal) incendio. Aconteció en 1991, ocupando páginas completas en prensa; el mismo año que Ruiz Zafón declara haber iniciado “La sombra del viento”, lo que cabe interpretar como un homenaje en toda regla a esta histórica sala que, entre sus hitos, contó con ser la primera de la ciudad en proyectar un largometraje rodado en CinemaScope: “La túnica sagrada” (The robe, 1953), el 7 de mayo de 1954. Otra conexión curiosa: en la reforma de que fue objeto en 1948, dirigida por el arquitecto Antoni de Moragas, el gran mural fotográfico que se incorporó, con imágenes de cine míticas, se atribuye a su colaborador el fotógrafo Francesc Catalá-Roca, el mismo cuya instantánea de un adulto y un niño caminando en una calle brumosa, figura en la portada oficial de “La sombra del viento”. Ruiz Zafón poseía varios libros de dicho fotógrafo y, buscando la estampa ideal de cubierta de su novela, fue a parar en la que parecía predestinada a capturar la atmósfera del comienzo del relato.

“De regreso a la librería crucé frente al cine Capitol, donde dos pintores entarimados en un andamio contemplaban desolados cómo el cartel que no había terminado de secar se les deshacía bajo el aguacero.” (pág. 412)

El cine Capitol, inaugurado el 23 de septiembre de 1926 en la Rambla de Canaletas 6, actual Rambla 138, junto a la calle Santa Ana (donde vive Daniel Sempere con su padre y se ubica la librería familiar), fue reconvertido primero en 1990 en complejo de dos salas y luego en 1997 en teatro. A partir de los años veinte del siglo pasado se destacó por instalar en su fachada espectaculares murales para publicitar sus estrenos (la Filmoteca de Cataluña les dedicó una exposición entre octubre y diciembre de 2016); precisamente uno de ellos, que simulaba unos disparos de bala para promocionar “Contra el imperio del crimen” (‘G’ Men, 1933), sumado a su mayoritaria programación de cine policíaco y del oeste, motivó que se le bautizase coloquialmente como “Can Pistoles”. El pasado diciembre se anunció su cierre al finalizar la temporada teatral, sobrando decir que la crisis del coronavirus ha impedido la despedida que merecía, publicándose este junio su desmantelamiento.

Guiños y resonancias

Los seudónimos con guiños a clásicos del cine negro constituyen otra ingeniosa forma de colar ecos fílmicos entre palabras. Así sucede cuando Fermín Romero de Torres concluye un mensaje escrito al modo del prototipo de un espía como: «Su amigo, el tercer hombre» (pág. 413), en alusión a la exitosa adaptación cinematográfica de la novela de Graham Greene «El tercer hombre«, realizada en 1949 por Carol Reed, equiparándose con el personaje de Harry Lime, encarnado de forma inolvidable por Orson Welles. También cuando se nos cuenta que Miquel Moliner firmaba su columna periodística como «Adrián Maltés» (pág. 471), en afortunada conexión con «El halcón maltés» (The maltese falcon, 1941), el deslumbrante debut en la dirección de John Huston con Humphrey Bogart dando cuerpo al detective privado, creado por Dashiell Hammett, Sam Spade.

Igualmente sugestivos son los pasajes que nos hacen recordar largometrajes concretos:

«Me había metido en un cine por la noche, sola, incapaz de volver al piso vacío y frío. A media película, una bobada de amoríos entre una princesa rumana deseosa de aventura y un apuesto reportero norteamericano inmune al despeine, un individuo se sentó a mi lado. No era la primera vez. Los cines de aquella época andaban plagados de fantoches que apestaban a soledad, orines y colonia, blandiendo sus manos sudorosas y temblorosas como lenguas de carne muerta. Me disponía a levantarme y avisar al acomodador cuando...» (págs. 521 y 522).

En el reproducido, narrado por Nuria Monfort, se alude a un argumento pariente de «Vacaciones en Roma» (Roman holiday, 1953), si bien por su año de ambientación también podría serlo de «Su alteza y el botones» (Her Highness and the bellboy, 1945), ejemplos de un tipo de comedia romántica que pone en contraste un personaje sofisticado con otro mucho más mundano y que, a su vez, enfrenta la irreal trama proyectada con la desagradable situación que había que afrontar en una sala de cine cuando se te sentaba al lado cierto tipo de hombre.

El cine como reducto de intimidad se repite para casi todos los personajes: «Durante meses nos vimos siempre así, a oscuras, en cines y callejones a medianoche» (pág. 524). Todo un símbolo de unos tiempos no tan lejanos.

Por encima de cualquiera otra conexión, la que más impacta es la que une la sorprendente revelación de Daniel Sempere en la página 373 del libro con «El crepúsculo de los dioses» (Sunset Boulevard, 1950), como indiqué, uno de los largometrajes favoritos de Ruiz Zafón.

Julián Carax y Leos Carax

Comparten apellido y carácter de malditos en su faceta de recreadores de historias intensas de acogidas desiguales. París en su corazón.

El cineasta Carax, ante la pregunta de a dónde se había ido tras un tiempo desaparecido de la esfera pública, con desparpajo respondió que «al diablo»… El nombre real que se le asignó al nacer en Francia en 1960 fue Alexaindre Cristoph Dupont pero él tomó como nombre artístico Leos Carax, anagrama de Alex (nombre del protagonista de muchas de sus películas) y de Oscar en alusión a la estatuilla dorada de Hollywood. Su gusto por el juego de palabras se concreta también en sus filmes, como en su cuarto largometraje, «Pola X» (1999), acrónimo del nombre en francés de la novela de Herman Melville en la que se basa («Pierre ou les ambiguïtés») más la X alusiva a la décima versión del guion que fue la definitiva. En dicha película un joven escritor verá trastocada su vida por quien dice ser su hermana, y en otra anterior, «Los amantes del Pont-Neuf» (1991), dos personajes desarraigados vivirán una arrebatada pasión al límite. Destellos de ambas tramas cabrá reconocer en la azarosa trayectoria de Julián Carax, el misterioso escritor, de apellido también alterado, cuya pista seguida por el joven Daniel demarcará su camino de aprendizaje. ¿Sería un espejismo aventurar que el Carax de ficción y el real están conectados de forma invisible?

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Hasta aquí la vista atrás a «La sombra del viento», con mi mirada puesta ahora en las historias que le siguen y que, según su autor, conforman un universo poliédrico con cuatro puertas de acceso. Gracias a su formidable éxito, Ruiz Zafón cumplió su ilusión de terminar viviendo en una mansión en la calle que daba título a una de sus películas predilectas: Sunset Boulevard.

Los libros que nos dejó seguirán permitiéndonos visualizar mil historias fantásticas, atrapándonos en su hechizo sin necesidad de pantallas físicas, alimentando sueños sin más mediación que nuestra mirada bien abierta y permeable sobre sus palabras. Porque Carlos Ruiz Zafón sabía bien que no hay mejor película que la que acontece en nuestra mente, ya sea estimulada por una trama fílmica o una literaria. Lo esencial radica en su poder de catalizar nuestra atención, de hipnotizarla y de, después de devolverla a nuestra realidad cotidiana, permitir que nos sintamos con más riqueza interior, con más experiencia, ampliado nuestro diminuto microcosmos merced a ese tiempo en que nos hemos transportado a otros. Como le dice al joven Daniel Sempere su primer gran amor, Clara Barceló, con quien compartirá su admiración por el enigmático Julián Carax:

Este es un mundo de sombras, Daniel, y la magia es un bien escaso. Aquel libro (de Carax) me enseñó que leer podía hacerme vivir más y más intensamente, que podía devolverme la vista que había perdido” (pág. 40)

No perdamos nunca la perspectiva de la lucidez que nos regala la magia del gran cine y la gran literatura.

Epílogo: Ve tu propia película

Puedes descargar los dos primeros capítulos del libro desde la página web de su autor. Si lo prefieres, puedes escuchar desde este enlace el arranque de «La sombra del viento» y proyectar en la pantalla de tu imaginación su primera secuencia…