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El Día del Cine Español ha venido para consagrarse como la gran cita en la que brille especialmente en el conjunto del año, marcando el foco en su aportación social y cultural y en la valía de quienes lo hacen posible. Que naciera en 2021, por decisión del Consejo de Ministros a propuesta del Ministro de Cultura y Deportes, conlleva sus propias lecturas: oficialmente, el impulso institucional a la cinematografía española, como parte esencial del patrimonio del país, considerando el parón y crisis posterior del sector audiovisual a consecuencia del coronavirus; en la sombra, que justo el año pasado se cumplieron veinticinco de una extraordinaria celebración nacional del centenario del nacimiento del cine español, posteriormente declarado inexacto. Pero, como ya escribí recordando aquella gran fiesta centralizada en Zaragoza en octubre de 1996, que incluyó el diseño de un sello especial conmemorativo, lo importante no es tanto ensalzar a quien estrenara realmente el invento del cinematógrafo en España, como mantener viva en la memoria la trayectoria de un arte que conforma nuestro pasado, alimentando el presente y futuro de toda la gente que profesionalmente lo mantiene activo.

En 2022, bajo el lema #ElMomentoDeNuestroCine, ha destacado la creación del Premio Nacional de Patrimonio Cinematográfico y Audiovisual, que en esta primera edición ha sido otorgado a Ferrán Alberich Rodríguez «por una trayectoria excepcional en el ámbito de la conservación y recuperación del cine español a lo largo de los últimos cincuenta años, y por haber impulsado y promovido nuestro cine como patrimonio cultural y memoria viva”, habiendo sido responsable de restauraciones de títulos tan emblemáticos como Un perro andaluz/Un Chien Andalou y Vida en sombras, además de coguionista de un díptico de singular interés: Cineastas contra magnates y Cineastas en acción, largometrajes ganadores de sendos Premios Goya en 2005 y 2006 en la categoría documental.

En el programa de actividades desplegado en octubre de este año, la Filmoteca Española ha puesto a libre disposición, para una extensa divulgación en instituciones educativas, asociaciones culturales y otras organizaciones, Verano, 1993 y Canciones para después de una guerra, esta última en copia restaurada. Una ejemplar muestra del mejor cine español del siglo actual y del pasado. Junto al largometraje de tintes biográficos de Carla Simón, la elección del título de Basilio Martín Patino revela la apuesta por otro tipo de cine que, partiendo de una realidad, nos ofrece una reinterpretación muy singular. Y es que el cine permite inagotables miradas autorales que enriquecen el paisaje audiovisual que nos rodea.

Paisaje que Basilio Martín Patino engrandeció con una obra tan libre como su última pieza, el documental Libre te quiero (2012), movido a sus 81 años a volver a rodar para capturar el espíritu de los acampados en la madrileña Puerta del Sol tras la manifestación del 15 de mayo de 2011. Ha pasado una década desde el estreno de dicho documental, testimonio extraordinario de un hito histórico español, tan alejado de aquella otra historia que mostró en los 99 minutos de duración de Canciones para después de una guerra.

Recordando a Basilio Martín Patino

Con ocasión de volver a ver Canciones para después de una guerra, que recupera el pasado de todo un país a través de imágenes reales, recupero de mi archivo fotográfico varias instantáneas de un par de los numerosos reconocimientos que recibió el director salmantino poco después de su fallecimiento el 13 de agosto de 2017.

Precisamente la ciudad donde falleció, Madrid, en tributo a cómo la reflejó en gran parte de su filmografía, incluso dedicándole todo un largometraje, Madrid (1989), del 31 de octubre de 2017 al 14 de enero de 2018, en el espacio Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa le dedicó la exposición Basilio Martín Patino. Madrid, rompeolas de todas las Españas, concebida como un mosaico multidisciplinar que, a través de cinco secciones (la república, la guerra civil española, la posguerra, la transición y la democracia), recorría la historia de Madrid ilustrada a través de sus representaciones.

Basilio Martin Patino-Expo Madrid-2017_2018-Cuadrado

En su recorrido podía apreciarse también la acogida que tuvo el director, tras su paso por la Escuela Oficial de Cine de Madrid y varios cortos, con su debut en el largometraje: Nueve cartas a Berta (1965), merecedor de la Concha de Plata en el Festival de Cine de San Sebastián y gran éxito de público y crítica, para gran sorpresa de su propio artífice, que desde el comienzo de su carrera tuvo que lidiar con la censura franquista.

Concha de plata.Nueve Cartas a Berta-Basilio Martin Patino-Expo Madrid-2017_2018-Cuadrado--

En su sección dedicada a la posguerra, Canciones para después de una guerra resultaba un vehículo perfecto de viaje en el tiempo a través de una fórmula totalmente inusual para la época, subrayado en la exposición mediante varias videoinstalaciones y disecciones de sus elementos, como los pintorescos créditos finales.

Basilio Martin Patino-Expo Madrid-2017_2018-Audiovisual Canciones para despues de una guerra

Instalación de la exposición madrileña con imágenes de Canciones para después de una guerra

Por otra parte, la 62ª edición de la Seminci le rindió en octubre de 2017 un sentido homenaje en el vallisoletano Teatro Zorrilla, con asistencia de Emilio Gutiérrez Caba, Maite Conesa, José Luis García Sánchez, Charo López y Javier Angulo, así como de su viuda Pilar Doblado, a quien se hizo entrega de la escultura de una alondra voladora, símbolo del espíritu libre que siempre animó a Martín Patino. El evento concluyó con una proyección doble: el poético ensayo audiovisual Espejos en la niebla, una de las últimas obras del homenajeado, y Una película de Basilio Martín Patino, un documental sobre su figura realizado por el toledano Juan Sánchez Borox, que lo presentó y recordó la generosidad con la que su protagonista respondió desde el comienzo a su proyecto.

Canciones para después de una guerra, un inicial ejercicio lúdico que pasó de la calificación oficial de «interés especial» a película prohibida

Después de la tibia acogida de su segundo largometraje de ficción, Del amor y otras soledades (1969), y con el fin de descansar de lo laborioso, y a veces tan ingrato, que resultaba un rodaje industrial convencional, decidió concentrarse en jugar con materiales ajenos ya existentes, en lo que hoy se denomina documental de creación, un campo poco cultivado entonces.

Como obra de pequeño equipo trabajando mano a mano en su casa madrileña, contará con tres José Luis decisivos: García Sánchez como ayudante de dirección, Alcaine al frente de la fotografía y Peláez en el montaje junto a Rori Sáenz de Rozas. Un montaje que, si siempre se articula como esqueleto determinante del resultado fílmico, en esta ocasión se alza como herramienta esencial, en cuanto la génesis del proyecto nace de una idea tan sencilla como compleja en sus infinitas posibilidades de traslación: el poder evocador de la música, en el que repara especialmente en una excursión con Carmen Martín Gaite, a la que escucha entonando canciones que le remontan a su infancia. De este modo, se lanza a un trabajo de experimentación mezclando las canciones y el material cinematográfico que va consiguiendo en archivos como los de la Filmoteca Nacional y el No-Do. En su filosofía inicial, según el propio Martín Patino, no subyacía ninguna intención política, sino ofrecer una pieza ligera que, con una selección de canciones populares como hilo conductor (en voces como las de Celia Gámez, Imperio Argentina, Miguel de Molina, Estrellita Castro, Rosa León, Conchita Piquer, Antonio Machado o Lola Flores), compusiese una crónica sentimental de unos años relativamente recientes. Así lo entendieron los miembros de la Comisión de Censura de Guiones, primero, dándole su conformidad y permitiéndole acceder a archivos oficiales, y la Junta de Censura y Apreciación después, que tras someter el filme a varias revisiones y «adaptaciones» (eufemismo de supresiones o cortes), en junio de 1971 la autorizó para todos los públicos con la calificación de «interés especial», si bien, poco después, una crítica demoledora en el diario El Alcázar de Félix Martialay, que pudo ver una copia original en su valoración como vocal de la Comisión de Manifestaciones Cinematográficas para su posible exhibición en el Festival de cine de San Sebastián, prendió una mecha que llegó a la cúspide gubernamental y provocó que la película terminara prohibiéndose. Hubo que esperar a septiembre de 1976, ya muerto Franco, para lograr su exhibición. Como sucedió con otros documentales que vieron relegado su estreno por motivos políticos, como el caso, del que ya escribí, del díptico Después de… de los hermanos Cecilia y José Juan Bartolomé, la percepción del público ya no podía ser la misma al irse difuminando ciertos sentimientos con el paso del tiempo, lo que no restó expectación a este peculiar experimento musical, que generó numerosas empatías entre espectadores de todo tipo de ideologías.

Lo cierto es que poco de ligero quedó en el resultado final de Canciones para después de una guerra, a salvo sus créditos de cierre, donde se relacionaban individualmente los miembros del equipo con su nombre y fotos infantiles, varias de primera comunión, animados por un desfile de juguetes al son de la canción Se va el caimán. De contrapunto último, una imagen con una lápida con flores con la inscripción: Y millones de españoles. Madrid-1971. Y es que Martín Patino, conforme recopilaba el material de archivo para combinarlo con las canciones seleccionadas, más reparaba en la devastación provocada por la guerra y sus terribles huellas. Siguiendo un orden cronológico que estructura el relato, apreciado únicamente por los acontecimientos mostrados y algún otro elemento como recortes de prensa o carteles, las 38 canciones que se suceden abarcan casi dos décadas desde el final de la Guerra Civil, arrancando bajo la tonada de Cara al sol y la posterior Ya hemos pasao. La ejemplaridad del filme reside en un recurso que será recurrente en su obra: la contraposición de imágenes entre sí y con la banda sonora, de forma que propicia un impacto entre el significado potencial originario y el que surge ubicando los signos en contextos o letras musicales atípicas.

En lo formal, Martín Patino juega con los virados cromáticos, los detalles fotográficos (paseándose por las imágenes fijas y congelando o ralentizando las móviles), el tono dramático con el más liviano (alternando duras realidades cotidianas con ejemplos de ocio o espectáculo e incluso una transición a modo de descanso), material de muy diversa procedencia (de archivo oficial, radio, televisión, cine, prensa…). Crea así un collage audiovisual, precursor de los videoclips, donde da una lección magistral de uso del lenguaje cinematográfico al servicio de extraer del espectador emociones contrastadas. Porque sus breves historias (cada bloque de canción suele girar en torno a un tema principal) van impregnadas de significados de polivalentes resonancias, como cuando suena La bien pagá, con imágenes de miseria sufrida por mujeres, niños y niñas (la infancia se repite en el metraje como singular víctima). Solo pierde su ambigüedad cuando el director emplea otra de sus marcas de estilo: la voz en off, ya que sus comentadores (en masculino y femenino) introducen un subrayado innecesariamente grave en torno al valor de las canciones para sobrevivir. Por fortuna, mayoritariamente prima el mero diálogo entre imágenes y canciones, o significativos sonidos ambientales, lo que basta para demostrar la versatilidad de ecos de unas y otras en función de los contextos en los que las ubicamos.

Si el tiempo desgasta, también, desde otra óptica, suma capas. Aunque la sensibilidad del público actual nada tiene que ver con la de aquel que hubiera recibido Canciones para después de una guerra cuando se finalizó, en 1971, también los acontecimientos posteriores han aportado perspectivas nuevas a muchos de sus fragmentos, caso del último con el príncipe Juan Carlos de niño, mientras de fondo se escucha Limosna de amor, que concluye con una inefable mirada a cámara. Una mirada que hoy podría suscitar todo un debate.

Canciones para después de una guerra-Basilio Martín Patino

Martín Patino, con su obra y, en particular, con este título, personaliza la frase que pronuncia su personaje Hans en Madrid, erigido en su alter ego: las cámaras nunca transmiten la verdad entera. Su sustancia no es la verdad o la mentira, sino la fascinación.